Lo que aprendí de las bacterias
ARTÍCULO DE CLARA DIEZ PARA S MODA
La primera vez que leí acerca de los alimentos fermentados, tenía 22 años y estaba a punto de descubrir la que se convertiría en base fundamental de mi labor profesional en los años siguientes y hasta ahora: el queso, un producto fermentado resultante de la actividad bacteriana desarrollada en la materia prima ‘’leche’’.
El libro en cuestión era ‘’El arte de la fermentación’’, escrito por Sandor Katz, una de las voces más representativas en el mundo de los alimentos fermentados. En el libro, había una imagen que llamaba poderosamente mi atención y me invitaba a reflexionar. Rezaba: ‘’I will ferment myself ‘’ lo que en castellano viene a significar ‘’Me fermentaré a mí mismo’’. Curiosa afirmación. Me preguntaba qué podría tener un ser humano que aprender de un proceso fermentativo como para desear aplicárselo. Siendo una niña nacida en los ’90, en pleno auge de la alimentación aséptica y de los productos envasados, crecí lejos (probablemente, ni más ni menos que la mayoría de niños de mi generación) de intuir la existencia de un universo paralelo, el de las bacterias, a la espera de ser descubierto en los alimentos más dispares. Leyendo a Sandor le perdí el miedo a las palabras ‘’descomposición’', ‘’putrefacción’’, ‘’mohos’’, o ‘’bacterias’’, así como aprendí a apreciar el rango de sabores que van desde el amargo o agrio hasta lo rancio o hediondo, entendiendo que el asco es una reacción cultural, no innata, y que los límites gustativos son siempre auto impuestos. Una vez asumes que un alimento fermentado es aquel en el que se está sucediendo un proceso de descomposición ‘’dirigido’’ y que los estudios científicos aún difieren al respecto de si existen diferencias conceptuales entre los procesos de fermentación y putrefacción, se abre ante uno un universo rico, complejo, y por qué no, mucho más crudo cuyo descubrimiento se alcanza tras un proceso de madurez al que se somete el sentido del gusto. Camembert, Brie, Roquefort, Cabrales, Manchego o Gorgonzola (por citar algunas referencias queseras por casi todos conocidas): maravillas naturales que no son si no el resultado de procesos (bien dirigidos) de descomposición.
ARTÍCULO DE CLARA DIEZ PARA S MODA
La primera vez que leí acerca de los alimentos fermentados, tenía 22 años y estaba a punto de descubrir la que se convertiría en base fundamental de mi labor profesional en los años siguientes y hasta ahora: el queso, un producto fermentado resultante de la actividad bacteriana desarrollada en la materia prima ‘’leche’’.
El libro en cuestión era ‘’El arte de la fermentación’’, escrito por Sandor Katz, una de las voces más representativas en el mundo de los alimentos fermentados. En el libro, había una imagen que llamaba poderosamente mi atención y me invitaba a reflexionar. Rezaba: ‘’I will ferment myself ‘’ lo que en castellano viene a significar ‘’Me fermentaré a mí mismo’’. Curiosa afirmación. Me preguntaba qué podría tener un ser humano que aprender de un proceso fermentativo como para desear aplicárselo. Siendo una niña nacida en los ’90, en pleno auge de la alimentación aséptica y de los productos envasados, crecí lejos (probablemente, ni más ni menos que la mayoría de niños de mi generación) de intuir la existencia de un universo paralelo, el de las bacterias, a la espera de ser descubierto en los alimentos más dispares. Leyendo a Sandor le perdí el miedo a las palabras ‘’descomposición’', ‘’putrefacción’’, ‘’mohos’’, o ‘’bacterias’’, así como aprendí a apreciar el rango de sabores que van desde el amargo o agrio hasta lo rancio o hediondo, entendiendo que el asco es una reacción cultural, no innata, y que los límites gustativos son siempre auto impuestos. Una vez asumes que un alimento fermentado es aquel en el que se está sucediendo un proceso de descomposición ‘’dirigido’’ y que los estudios científicos aún difieren al respecto de si existen diferencias conceptuales entre los procesos de fermentación y putrefacción, se abre ante uno un universo rico, complejo, y por qué no, mucho más crudo cuyo descubrimiento se alcanza tras un proceso de madurez al que se somete el sentido del gusto. Camembert, Brie, Roquefort, Cabrales, Manchego o Gorgonzola (por citar algunas referencias queseras por casi todos conocidas): maravillas naturales que no son si no el resultado de procesos (bien dirigidos) de descomposición.
Más allá de rendir pleitesía a los múltiples beneficios que tiene para nuestro organismo el consumo de productos fermentados (que son cientos, si no me crees, googlea), admiro más, si cabe, el aprendizaje (elevado, casi holístico) que observo podemos extraer de la esencia de los procesos fermentativos y del modus operandi de las bacterias en este proceso de transformación de los alimentos que es la fermentación. Los productos fermentados nos hablan de transformación y cambio: nos enseñan que es posible extraer riqueza de procesos aparentemente destructivos (como lo es el de la descomposición) para dar paso a realidades donde aquello que temíamos perder en el camino no sólo se ve restablecido, como exponencialmente mejorado: así lo intuyeron nuestros antepasados, cuando entendieron que fermentando la leche, pasaban de tener un producto altamente perecedero y con pocas posibilidades gastronómicas (más allá de sus obvias aptitudes nutricionales) a explorar un universo de posibilidades mediante la fermentación de la misma, que les abría la puerta a ilimitadas creaciones. Las fermentaciones: una muestra de que aún en el más impuro de los procesos, el de descomposición, la vida se abre paso para dar lugar a nuevas realidades. Una reinterpretación de la materia que sólo es posible cuando existe una disposición total a la transformación, a abrazar los procesos naturales que el devenir nos plantea. Las bacterias, responsables de ese proceso fermentativo, con su capacidad transformadora y cambiante (se adaptan a los diferentes entornos para sobrevivir) nos enseñan a su vez que la adaptabilidad, ese fluir con la vida es, sin ninguna duda, lo que nos mantiene vivos. Cambio, devenir, redención. Intuyo que ese ‘’I will ferment myself’’ de la imagen en el libro de Sandor habla de ese aprendizaje que, como seres humanos, podemos extraer de la labor de las bacterias en los alimentos fermentados: regeneración y adaptación, creación de vida y nuevos horizontes incluso en las condiciones más desesperanzadoras.
Más allá de rendir pleitesía a los múltiples beneficios que tiene para nuestro organismo el consumo de productos fermentados (que son cientos, si no me crees, googlea), admiro más, si cabe, el aprendizaje (elevado, casi holístico) que observo podemos extraer de la esencia de los procesos fermentativos y del modus operandi de las bacterias en este proceso de transformación de los alimentos que es la fermentación. Los productos fermentados nos hablan de transformación y cambio: nos enseñan que es posible extraer riqueza de procesos aparentemente destructivos (como lo es el de la descomposición) para dar paso a realidades donde aquello que temíamos perder en el camino no sólo se ve restablecido, como exponencialmente mejorado: así lo intuyeron nuestros antepasados, cuando entendieron que fermentando la leche, pasaban de tener un producto altamente perecedero y con pocas posibilidades gastronómicas (más allá de sus obvias aptitudes nutricionales) a explorar un universo de posibilidades mediante la fermentación de la misma, que les abría la puerta a ilimitadas creaciones. Las fermentaciones: una muestra de que aún en el más impuro de los procesos, el de descomposición, la vida se abre paso para dar lugar a nuevas realidades. Una reinterpretación de la materia que sólo es posible cuando existe una disposición total a la transformación, a abrazar los procesos naturales que el devenir nos plantea. Las bacterias, responsables de ese proceso fermentativo, con su capacidad transformadora y cambiante (se adaptan a los diferentes entornos para sobrevivir) nos enseñan a su vez que la adaptabilidad, ese fluir con la vida es, sin ninguna duda, lo que nos mantiene vivos. Cambio, devenir, redención. Intuyo que ese ‘’I will ferment myself’’ de la imagen en el libro de Sandor habla de ese aprendizaje que, como seres humanos, podemos extraer de la labor de las bacterias en los alimentos fermentados: regeneración y adaptación, creación de vida y nuevos horizontes incluso en las condiciones más desesperanzadoras.