Entre el queso y el Cosmos

“¿Qué hay más atemporal que un queso?”. La pregunta retórica me la formuló Mar García, diseñadora de la firma Marlota, en otoño de 2018. Hablábamos de ese carácter que impregna a sus prendas, siempre ajeno al paso del tiempo. “¿Conoces a Clara Díez?”. Respondí que sí. Al menos en Instagram. Como tantas y tantos, había caído rendida a sus encantos. “La niña de los quesos”, decía en su perfil. Sus retratos, las fotos en el campo, las ovejas, la misión, todo su relato. Un singular sortilegio. Estuve de acuerdo. El producto con el que trabaja Clara es ajeno al devenir. Recordé entonces ‘El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI’, de Carlo Ginzburg. Un libro especial, entre otras cosas, porque nos permite adentrarnos de forma directa en la mentalidad y cultura populares del Renacimiento, cuando había una concepción orgánica de la vida y el surgimiento de la ciencia todavía no había impuesto su visión mecánica del universo. El protagonista, Menocchio, un molinero italiano, fue acusado de herejía y finalmente, cual brujo, sentenciado a arder en la hoguera. ¿El delito? Relatar su propia cosmogonía. Por una parte hacía uso de la razón. «Qué creéis, ¿que Jesucristo nació de la virgen María?; no es posible que le haya parido y siguiera siendo virgen», afirmaba sin dudar ante sus jueces. Por otra, también recurrió a las fantasías que proliferaban en su fuero interno para explicar el origen del mundo: «todo era un caos, es decir, tierra, aire, agua y fuego juntos; y aquel volumen poco a poco formó una masa, como se hace el queso con la leche y en él se forman gusanos, y éstos fueron los ángeles; y la santísima majestad quiso que aquello fuese Dios y los ángeles». Durante la Edad Moderna, y a partir de acontecimientos como la revolución científica y la reforma religiosa, el mundo de la imaginación, tan profundamente ligado a la magia, fue condenado. Desde entonces, la idea de progreso ha devorado nuestras habilidades para potenciar la fantasía. Pero la ilusión que nos prometía un futuro mejor, está ya agotada. Ahora, con esta distopía hecha realidad, con su encierro y aislamiento, descubrimos que cuando en la ciudad reina el silencio, ciervos, jabalíes, monos o caballos ocupan las calles. Y también que los pájaros cantan distinto. Jamás lo hubiéramos sospechado, pues la especulación es un talento en desuso que tenemos adormecido. Sin embargo, tampoco hubiéramos podido intuir que los gigantes de la industria textil, con toda su competencia para producir a nivel mundial y a demanda, no fueran capaces de ayudarnos durante el estado de alarma. Y que dejando tras de sí un planeta herido, y un capital humano, en su mayoría femenino y precarizado, no podrían surtir a la población durante semanas de artilugios tan básicos y mundanos como las mascarillas o las batas para el personal sanitario. Afirmar que la imaginación es un arma política, sin saber bien hacia donde disparar, es pura utopía. Aunque si algo nos ha enseñado la crisis, quizá tan solo por un momento, es aquello de que hay que poner “la vida en el centro”. Una vida que, como una madeja de la que tirar, nos conduzca por el camino que dibuje su hebra: el de lo colectivo, la solidaridad o la cercanía. Puede que sea un pensamiento cándido, ingenuo, pero también que no exista otra alternativa. En esta nueva aventura que es Formaje, Clara y Adrián se han atrevido a fantasear con “el queso como vínculo”. Y a través de él nos invitan a crear lazos entre personas, pero también entre conceptos que nuestra civilización históricamente ha enfrentado: naturaleza/cultura, animal/humano, femenino/masculino, tradición/innovación, manual/mecánico o rural/urbano. ¿Y qué tenemos las personas comunes a nuestro alcance? Pequeños gestos. Comenzando por la consciencia. Siendo conocedoras de nuestros derechos y -esto es importante- de las que están peor que nosotras. Que la soberanía alimentaria, entre otras, no debería ser un privilegio. El respeto por la biodiversidad, la lucha contra la despoblación rural, el cambio climático y la defensa del trabajo digno o los cuidados universalizados son todo un cosmos que, como el queso, con sus ángeles y sus gusanos, no podemos abarcar. Pero sí saber que somos parte de un todo y que, con nuestros actos y posturas, imaginando el poder colectivo, podemos mejorar un poco o mucho el universo.

Por Marisa Fatás. 


 “¿Qué hay más atemporal que un queso?”. La pregunta retórica me la formuló Mar García, diseñadora de la firma Marlota, en otoño de 2018. Hablábamos de ese carácter que impregna a sus prendas, siempre ajeno al paso del tiempo. “¿Conoces a Clara Díez?”. Respondí que sí. Al menos en Instagram. Como tantas y tantos, había caído rendida a sus encantos. “La niña de los quesos”, decía en su perfil. Sus retratos, las fotos en el campo, las ovejas, la misión, todo su relato. Un singular sortilegio.

 

Estuve de acuerdo. El producto con el que trabaja Clara es ajeno al devenir. Recordé entonces ‘El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI’, de Carlo Ginzburg. Un libro especial, entre otras cosas, porque nos permite adentrarnos de forma directa en la mentalidad y cultura populares del Renacimiento, cuando había una concepción orgánica de la vida y el surgimiento de la ciencia todavía no había impuesto su visión mecánica del universo.

 

El protagonista, Menocchio, un molinero italiano, fue acusado de herejía y finalmente, cual brujo, sentenciado a arder en la hoguera. ¿El delito? Relatar su propia cosmogonía. Por una parte hacía uso de la razón. «Qué creéis, ¿que Jesucristo nació de la virgen María?; no es posible que le haya parido y siguiera siendo virgen», afirmaba sin dudar ante sus jueces. Por otra, también recurrió a las fantasías que proliferaban en su fuero interno para explicar el origen del mundo: «todo era un caos, es decir, tierra, aire, agua y fuego juntos; y aquel volumen poco a poco formó una masa, como se hace el queso con la leche y en él se forman gusanos, y éstos fueron los ángeles; y la santísima majestad quiso que aquello fuese Dios y los ángeles».



Menocchio Pensatore

 



Por Marisa Fatás. 


 “¿Qué hay más atemporal que un queso?”. La pregunta retórica me la formuló Mar García, diseñadora de la firma Marlota, en otoño de 2018. Hablábamos de ese carácter que impregna a sus prendas, siempre ajeno al paso del tiempo. “¿Conoces a Clara Díez?”. Respondí que sí. Al menos en Instagram. Como tantas y tantos, había caído rendida a sus encantos. “La niña de los quesos”, decía en su perfil. Sus retratos, las fotos en el campo, las ovejas, la misión, todo su relato. Un singular sortilegio.

 

Estuve de acuerdo. El producto con el que trabaja Clara es ajeno al devenir. Recordé entonces ‘El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI’, de Carlo Ginzburg. Un libro especial, entre otras cosas, porque nos permite adentrarnos de forma directa en la mentalidad y cultura populares del Renacimiento, cuando había una concepción orgánica de la vida y el surgimiento de la ciencia todavía no había impuesto su visión mecánica del universo.

 

El protagonista, Menocchio, un molinero italiano, fue acusado de herejía y finalmente, cual brujo, sentenciado a arder en la hoguera. ¿El delito? Relatar su propia cosmogonía. Por una parte hacía uso de la razón. «Qué creéis, ¿que Jesucristo nació de la virgen María?; no es posible que le haya parido y siguiera siendo virgen», afirmaba sin dudar ante sus jueces. Por otra, también recurrió a las fantasías que proliferaban en su fuero interno para explicar el origen del mundo: «todo era un caos, es decir, tierra, aire, agua y fuego juntos; y aquel volumen poco a poco formó una masa, como se hace el queso con la leche y en él se forman gusanos, y éstos fueron los ángeles; y la santísima majestad quiso que aquello fuese Dios y los ángeles».



Menocchio Pensatore

 



Durante la Edad Moderna, y a partir de acontecimientos como la revolución científica y la reforma religiosa, el mundo de la imaginación, tan profundamente ligado a la magia, fue condenado. Desde entonces, la idea de progreso ha devorado nuestras habilidades para potenciar la fantasía. Pero la ilusión que nos prometía un futuro mejor, está ya agotada. Ahora, con esta distopía hecha realidad, con su encierro y aislamiento, descubrimos que cuando en la ciudad reina el silencio, ciervos, jabalíes, monos o caballos ocupan las calles. Y también que los pájaros cantan distinto. Jamás lo hubiéramos sospechado, pues la especulación es un talento en desuso que tenemos adormecido.

 

Sin embargo, tampoco hubiéramos podido intuir que los gigantes de la industria textil, con toda su competencia para producir a nivel mundial y a demanda, no fueran capaces de ayudarnos durante el estado de alarma. Y que dejando tras de sí un planeta herido, y un capital humano, en su mayoría femenino y precarizado, no podrían surtir a la población durante semanas de artilugios tan básicos y mundanos como las mascarillas o las batas para el personal sanitario.

 

Afirmar que la imaginación es un arma política, sin saber bien hacia donde disparar, es pura utopía. Aunque si algo nos ha enseñado la crisis, quizá tan solo por un momento, es aquello de que hay que poner “la vida en el centro”. Una vida que, como una madeja de la que tirar, nos conduzca por el camino que dibuje su hebra: el de lo colectivo, la solidaridad o la cercanía. Puede que sea un pensamiento cándido, ingenuo, pero también que no exista otra alternativa. En esta nueva aventura que es Formaje, Clara y Adrián se han atrevido a fantasear con “el queso como vínculo”. Y a través de él nos invitan a crear lazos entre personas, pero también entre conceptos que nuestra civilización históricamente ha enfrentado: naturaleza/cultura, animal/humano, femenino/masculino, tradición/innovación, manual/mecánico o rural/urbano.

 

¿Y qué tenemos las personas comunes a nuestro alcance? Pequeños gestos. Comenzando por la consciencia. Siendo conocedoras de nuestros derechos y -esto es importante- de las que están peor que nosotras. Que la soberanía alimentaria, entre otras, no debería ser un privilegio. El respeto por la biodiversidad, la lucha contra la despoblación rural, el cambio climático y la defensa del trabajo digno o los cuidados universalizados son todo un cosmos que, como el queso, con sus ángeles y sus gusanos, no podemos abarcar. Pero sí saber que somos parte de un todo y que, con nuestros actos y posturas, imaginando el poder colectivo, podemos mejorar un poco o mucho el universo. 

Durante la Edad Moderna, y a partir de acontecimientos como la revolución científica y la reforma religiosa, el mundo de la imaginación, tan profundamente ligado a la magia, fue condenado. Desde entonces, la idea de progreso ha devorado nuestras habilidades para potenciar la fantasía. Pero la ilusión que nos prometía un futuro mejor, está ya agotada. Ahora, con esta distopía hecha realidad, con su encierro y aislamiento, descubrimos que cuando en la ciudad reina el silencio, ciervos, jabalíes, monos o caballos ocupan las calles. Y también que los pájaros cantan distinto. Jamás lo hubiéramos sospechado, pues la especulación es un talento en desuso que tenemos adormecido.

 

Sin embargo, tampoco hubiéramos podido intuir que los gigantes de la industria textil, con toda su competencia para producir a nivel mundial y a demanda, no fueran capaces de ayudarnos durante el estado de alarma. Y que dejando tras de sí un planeta herido, y un capital humano, en su mayoría femenino y precarizado, no podrían surtir a la población durante semanas de artilugios tan básicos y mundanos como las mascarillas o las batas para el personal sanitario.

 

Afirmar que la imaginación es un arma política, sin saber bien hacia donde disparar, es pura utopía. Aunque si algo nos ha enseñado la crisis, quizá tan solo por un momento, es aquello de que hay que poner “la vida en el centro”. Una vida que, como una madeja de la que tirar, nos conduzca por el camino que dibuje su hebra: el de lo colectivo, la solidaridad o la cercanía. Puede que sea un pensamiento cándido, ingenuo, pero también que no exista otra alternativa. En esta nueva aventura que es Formaje, Clara y Adrián se han atrevido a fantasear con “el queso como vínculo”. Y a través de él nos invitan a crear lazos entre personas, pero también entre conceptos que nuestra civilización históricamente ha enfrentado: naturaleza/cultura, animal/humano, femenino/masculino, tradición/innovación, manual/mecánico o rural/urbano.

 

¿Y qué tenemos las personas comunes a nuestro alcance? Pequeños gestos. Comenzando por la consciencia. Siendo conocedoras de nuestros derechos y -esto es importante- de las que están peor que nosotras. Que la soberanía alimentaria, entre otras, no debería ser un privilegio. El respeto por la biodiversidad, la lucha contra la despoblación rural, el cambio climático y la defensa del trabajo digno o los cuidados universalizados son todo un cosmos que, como el queso, con sus ángeles y sus gusanos, no podemos abarcar. Pero sí saber que somos parte de un todo y que, con nuestros actos y posturas, imaginando el poder colectivo, podemos mejorar un poco o mucho el universo. 

Comentarios

Montse, 30 agosto, 2020

Me encanta!!! Y el queso también.

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Montse, 30 agosto, 2020

Me encanta!!! Y el queso también.

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