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ARTÍCULO

Una (posible) explicación científica al Affaire entre el queso y las personas

Hay una viñeta del New York Times de la ilustradora Amy Hwang, que con bastante regularidad se cuela en mi bandeja de mensajes privados de Instagram; me lo envían una y otra vez amigos y conocidos cuando la ven, supongo que cualquier cosa que contenga la palabra queso les recuerda a mí, tan poco común es dedicarse a ello en nuestros días (plus siendo mujer, plus recién cumplida la treintena). La viñeta muestra a una pareja pasando por delante de una quesería, ella con bolsa de queso en mano : ‘’por supuesto que te quiero más que al queso. ¡Vaya tontería! De hecho, sólo somos amigos. No hay nada entre el queso y yo…’’ Esta viñeta ilustra algo que, después de unos cuantos años trabajando en esta industria, sigue llamando poderosamente mi atención: el queso es un verdadero rompecorazones.


Siempre me han sorprendido las fervorosas reacciones que este producto suscita en un amplísimo porcentaje de gente, con tan sólo ser nombrado.  Lo he visto en los ojos de aquellos que, en una primera conversación en situaciones azarosas, se han dirigido a mí desde un cordial, en principio inofensivo, —¿Y tú, a qué te dedicas? —Al queso. A un silencio inicial, que interpreto como desconcierto y que suele durar unas micras de segundo, normalmente le sigue una solicitud de confirmación: —¿he oído bien? ¿has dicho al queso? que desemboca en una fervorosa perorata de elogios hacia el producto en sí, sin importar la edad, el género, la ocupación, o el grado de cercanía de mi interlocutor: ''¡Uy! El queso. Yo soy FAN del queso'' ''Mis amigas me llaman la loca del queso'' ''En todas las cenas de amigos, el que lleva quesos soy yo'' ''En mi casa es que cenamos queso TODAS las noches'' ''El queso es mi pasión'' ''A mí, es que me gustan todos los quesos'' ''¿De verdad te dedicas al queso? Yo no podría, me lo comería todo…’’ Y otras frases similares, que además, se repiten con pasmosa precisión; a menudo nos olvidamos de lo predecibles que somos la mayoría de nosotros, especialmente a la hora de citar las que creemos son nuestras singularidades.

Ilustración de Amy Hwang para The New Yorker  
  

 Puedo ver en sus caras, incluso en la cadencia exaltada de su voz, que no se trata de un comentario complaciente: han dicho que amaban el queso, y el destello de sus ojos parece confirmar que así es. Y eso que, ojo, sólo estoy hablando de sacar el queso a colación, de conversar sobre ello: si además, el producto en sí estuviese también presente en la mesa, entonces no habrá conversaciones que mantener, ni formas que guardar: el queso, como un imán, se convierte en la órbita en torno a la que girará, a partir de entonces, la atención de todos los presentes, sea cual sea el cariz del encuentro. ¿Conclusión? El queso genera una pasión inusitada en todos aquellos que no se consideran sus detractores (que también los hay, y se van al otro extremo: el queso, o lo amas, o lo odias). ¿Podría haber una explicación más profunda asociada a la ferviente -y no tan común- reacción que el queso genera en la mayoría de sus adeptos? 


Hay un dato interesante al que podríamos agarrarnos, un hilo del que tirar. Es un hecho científico que la caseína, (la proteína principal presente en la leche y en sus derivados), durante su descomposición en nuestro tracto digestivo, genera al entrar en contacto con nuestros jugos gástricos una sustancia llamada casomorfina. Se trata de un péptido (proteínas pequeñas) muy semejante a las endorfinas, una de las sustancias opiáceas segregadas por nuestro cuerpo que es responsable (entre otras) de sensaciones de placer, euforia o bienestar. Por tanto, cuando comemos queso, además de disfrutar del placer que nos brinda el producto en sí, segregamos una serie de sustancias que consolidan en nuestro cerebro esa idea de placer y bienestar asociada a su consumo, explicando (quizás) ese fervor que parece despertar en quienes lo consumen, muy por encima de la reacción asociada al consumo de otros alimentos, en principio, no menos populares.


En cualquier caso, y más allá de las reacciones químicas que el producto pueda activar en ciertas áreas de nuestro cerebro, desde Formaje buscamos que nuestra selección pase a conquistar, también, el espíritu: que traigan placer y bienestar a la mente, habiendo sido concebidos desde la humildad, el respeto, la comunión con el territorio y los animales, y el convencimiento de que la mano del hombre, apoyándose en la mejor de las materias primas, es capaz de producir tesoros sorprendentes.  


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